domingo, 11 de mayo de 2008

Dolce fare niente

Dolce fare niente
Por Blanca Mart

No sé lo que me hubiera ocurrido en otra época, no sé si los avatares de la vida hubieran discurrido de otra manera, en otro lugar o en otro tiempo. Pero aquí en esta hermosa casa aristocrática rodeada de campos, en este nuestro siglo XIX, la verdad, me ha ido bastante bien.
Aunque siempre hay algo que impide que se llegue a la perfección. No me quejo pero mi familia es una gente activa a pesar de su abolengo y eso me turba, pues mi indolencia que cuido y festejo y en la que casi me profesionalizo les llama la atención.
Si fueran sensatos no tendrían por qué preocuparse, pero mi madre es una dinámica dama que corre para aquí y para allá, gobierna la casa, cuida de todos, organiza el servicio, ha casado muy bien a sus cinco bellas hijas, y en lugar de sentarse cómodamente en los amplios galerías y salones, a ver el dorado sol de la tarde, organiza fiesta tras fiesta, trae invitados, me presenta a mí, su encantador hijo, único y soltero, Adolfo, a las bellas jóvenes posibles nueras.
Mi padre igual, no crean. Y yo, me pregunto ¿de qué les sirve ser condes, y ricos y encima estar provocadoramente sanos, si malgastan sus energías en tanta actividad? Mi respetable progenitor cuida su biblioteca, se reúne con los amigos, sale a cazar ¡a cazar, Dios mío! Viaja de tarde en tarde a París con mi madre -y en ocasiones solo-, cuida sus rentas, vigila a sus secretarios, abogados y ayudantes pues tiene enorme fortuna y tierras que preservar y digo yo: ahí está el punto. Si tenemos un patrimonio que va a permitir que mis biznietos vivan muy bien, sin trabajar ¿Para qué demonios tanto movimiento y tanta alharaca?
A mí no me gusta.
Como consecuencia de todo esto y para que estuvieran satisfechos y no turbaran mi tranquilidad, les he solicitado nos reuniéramos en el gran salón y ya juntos los tres en gran armonía, les he confesado que me encanta la vida que llevo. O sea levantarme cuando el rey sol está bastante, bastante alto, tomar el baño y el desayuno que me han preparado. El desayuno en el jardín de poder ser. Caminar por nuestras vastas propiedades. Descansar tomando un exquisito aperitivo, comer y dormir una placida siesta. Recibir alguna breve visita de algunos amigos que no me molesten demasiado y caminar un poco antes de la puesta del sol, que me gusta contemplar tumbado cómodamente en los sofás repletos de cojines de la galería oeste.
Luego prepararme para la cena y cenar. Delicioso momento. Puro y brandy en la biblioteca con papá, es algo que está bien o incluso con amigos y alguna salida a la ciudad a la ópera o a algún burlesque. Puedo hacer esto, todos los días de mi vida hasta los noventa años sin ningún problema. Sin aburrirme y disfrutando. Un día me casaré claro, estoy de acuerdo. Y de preferencia me gustaría una mujer bella, pero dinámica como mamá, que vigile desde las rosas del invernadero hasta el libro más escondido de la biblioteca, pasando por las caballerizas y las tierras, pero que yo pueda seguir mi amable rutina. Si se puede ¿por qué no?
Pero, ay, dado que mi tranquila, relajada y sabia actitud ante la vida ha inquietado en extremo a mis padres, he tenido que inventar algo y les he propuesto una segunda reunión. La idea se me ocurrió en el teatro; había ido con Óscar y Ernesto. Íbamos elegantes, con nuestros fracs y nuestros bastones dorados; mi cabello rubio caía con indolencia sobre mi frente y veíamos los ojos de las jóvenes más bellas mirando nuestras estampas al contraluz. Allí estábamos, fuertes y jóvenes dispuestos a disfrutar de la vida – con lo que sea que cada uno entienda lo que es disfrutar-. En el entreacto salimos al salón y entonces vimos a un joven de cabello alborotado y gesto indolente; ahora las jóvenes dirigían sus miradas hacia él. ¿Quién es?, pregunté intrigado, pues no tenía nuestra prestancia, nuestra presencia,
-Es poeta –contestó Óscar.
-Dedica su vida a eso –confirmó Ernesto-. No hace nada más que escribir línea tras línea. Todo el día tumbado sobre sus papeles.
“Tumbado”. ¿Tumbado había dicho?
-¿Nadie le reclama su sedentarismo? –pregunté.
-No, pues es poeta.
Miré a las damiselas. Sólo una me seguía mirando a mí: Florina. ¡Ah!, Florina, tan bella y exquisita, fuerte y dinámica, adorada por mi madre. ¡Claro, Florina! Me dirigí hacia ella. En ese momento, nos prometimos.
Muchas ideas germinaron aquella noche en mi mente.
Así que tuve que volver a solicitar cita con mis queridos padres y les confesé dos cosas: Una que era poeta, que escribía en secreto y necesitaba soledad e indolencia. Cuando me veían tumbado o paseando: mi alma creaba, se expandía, se unía al universo todo.
Lágrimas de felicidad inundaron las mejillas de mi madre.
La segunda noticia les llevó al climax: ¡Casarme con esa bella, rica y activa joven!
Esas sabias decisiones me proporcionaron muchos años de relajada tranquilidad. Aunque bien es cierto, que de vez en cuando escribía algo o me lo copiaba de algún libro y lo leía en familia.
Cerca de mi cama, de mis sofás, de los sillones de mi despacho siempre había papel y pluma, que yo emborronaba un poquillo, pues toda felicidad tiene su penitencia.
Sólo exigí que jamás nada mío fuera publicado. Y así se hizo.
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Cuando tras una larga y tranquila vida, “un dulce hacer nada”, me morí, me fui al infierno directo, cosa que de momento me sorprendió.
Me llevaron a un enorme despacho lleno de papel, de plumas, de tinta, de libros. Mi vigilante era un demonio llamado George, elegante y atildado, de ojos verdes y bigote negro y retorcido. Un verdadero dandy.
-Tu penitencia será trabajar durante veinte horas al día en poesía, Deberás leer, reseñar, y aprenderte todas esas obras. Empieza por el Infierno de Dante.
-Muy propio. ¿Y las otras cuatro horas?
-Escribirás poesía.
-¿Y si me niego?
Sonrió pérfidamente.
-Al fuego. Y no te mueres, te aviso.
Claro, me puse a trabajar, pero antes le pregunté.
-¿Esto es por indolente? ¿Pago mi pereza?
Me miró con ira, con desesperación, con el ansia del enamorado que jamás obtendrá el amor.
-Pudiste leerlos a todos, pudiste… ¿Reconoces estos versos?
Y el demonio, emocionado, leyó:
"En la isla de Albión vivió en otro tiempo un joven...".
-Me suena.
-¡Claro que te suena, infeliz, los recitabas como tuyos! ¡Son de Lord Byron!
Mi estupefacción me llevó a entender. Mi vigilante amaba a los poetas. Sufría por ellos, soñaba en sus versos, en la cadencia de la música lograda. ¡Maldita sea! ¿Es que me tendría leyendo aquellas simplezas toda la eternidad?
Su sombra se cernió sobre mí. Elegante, altivo, un dandy enamorado.
-No estás aquí por tu pereza. Estás aquí por tu mentira. Págala.
Y sentí el enorme vacío de su alma, su insaciable sed por haberles conocido, la envidia, la desesperanzada avidez por haber vivido mi vida.
Y, deduje que no lo íbamos a pasar muy bien.
Quizás entre verso y cadencia, llegara la redención.

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